lunes, 2 de febrero de 2009

Suicidio en Londres (I)


Y apreciaba la ciudad de la que huía hace poco más de un año. Y los meses no cesaron –encerráronse en sí mismos-, volaron en la dirección equivocada.
A vista de pájaro la vio entonarse a coro. Como correspondía. Como debió hacerlo antes, mucho antes. Londres amanecía, pero ella pendía de un hilo -¡Mary Poppins volaba somnolienta también entre chimeneas!- que cortaba las gélidas lágrimas del pasado y presente.

El suicidio la tentaba. Y no quería admitirlo. Estaba ahí. Era tan débil, tan frágil –no más que antes- que no lo pronunciaría en alto, frente a alguien: “¿Cómo podría sentirse/ser tan estúpida?”.
No tenía valor para hacerlo, pero aquello cuadraba con su plan de huida definitiva mejor que otro nuevo cielo, cualquier país a conocer o tal sonrisa por descubrir. Era Navidad. No creería que se la fuera a echar demasiado en falta. Ni en Reino Unido, ni en Francia, ni mucho menos en España, donde no quedaba más que el incoloro vacío de un gris oculto entre horas inexistentes.

“Jamás abandonarás estas tierras” “No podrás enamorarte de otros mundos”.

Había llegado el momento: decisivo. Su padre no se lo podría perdonar. Pero tampoco podía desperdiciar su vida en manos de alguien –que jamás la querría- desconocido para ella.

¿Qué haría? ¿Qué debía hacer? Las preguntas se asomaban en su cabeza y en sus labios amoratados en fragmentados susurros. Hacía frío entre sus pensamientos, al igual que en el Londres que parecía haberse olvidado de la lluvia, que pertenecía al país de cielos grises eternos...

No tenía fuerzas, ni valor para afrontar sus miedos, su realidad. Estaba depresiva, incapaz de aceptar responsabilidades que la hirieran más o de aceptar cargas por mínimas que fueran. La cima de sus problemas empezaba cada nueva mañana, entre las sábanas que no quería despegar de su pequeño cuerpo, para no ver el mundo que la rodeaba, que la acariciaba cruelmente.

La novela –apenas empezada- descansaba sobre la mesita, donde llevaba más de una semana danzando de un lugar del pequeño estudio a otro sin más preocupación que la de coger el menor polvo posible.

Se había acostado con la soledad, el silencio y la muerte y se había sumido en cuerpo y alma a ellos, con total voluntad (había resultado fácil en su estado). No se había vuelto antisocial como la decían en el barrio español, solo dependía de sus mínimas necesidades para vivir y soñar. No necesitaba la hipocresía como fuente de alimentación –y de morbo-.

Decidió bajar la escalera y protegerse del frío que se le había metido en los huesos, junto con la humedad que siempre se respiraba en la azotea.

La decisión -¡cuánta amargura provocó!- la tomó mientras seguía componiendo el final de su novela no desarrollada.

Llegó al estudio iluminado por la suave luz que proporcionan los mortecinos “¡Buenos Días!” ingleses. Abrió la novela –que no llegaba a tener escritas más de treinta y seis páginas- y añadió con su mejor letra:


(Continuará...)

1 comentario:

  1. ¿Lo escribiste tú? Me encanto el ritmo, esta prosa poética atrapa desde el primer momento y la literatura tiene un talante altivo y elegante.
    ¡La gran Mary Poppins!....
    Mil sonrisas.
    ANA

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